Reportajes Club Marco Polo 2009: Segundo Premio

A continuación os presentamos el segundo premio del concurso de reportajes, que nos envió Maite Mercado.

Esencia del desierto

Zeinab era su nombre árabe pero se convirtió en Zenobia al casarse con el rey Odenato, hombre fuerte del Imperio romano en Oriente en el siglo III. No es un personaje histórico muy famoso, quizás porque fue mujer y no hemos visto ninguna superproducción cinematográfica sobre ella. Pero los que viajan a Siria saben que fue la reina de Palmira, destino estrella en el país.

De camino hacia ella, el sueño acecha, pero es difícil dejar de mirar por la ventanilla el espectáculo de los colores del desierto pedregoso que atraviesa la carretera. El objetivo es llegar al atardecer para ver ponerse el sol desde la elevación con un castillo árabe que se distingue al fondo de muchas fotos de Palmira.

A esa altura, puede apreciarse la grandiosidad de lo que fue la ciudad. La impaciencia por estar entre sus columnas consigue que no se espere a la visita del día siguiente. Maravilla observarla con los últimos rayos de sol. Tras la cena, algunos jóvenes se ofrecen como guías a las chicas. Las dulces palabras y lo que surja en las ruinas es para algunas una excursión con innegable atractivo. Llegar a ellas en plena noche es divertido, no se ve más que la meta, iluminada por algunos focos. Solos, en silencio, bajo el arco de la victoria, recorremos parte de la gran avenida de columnas, de 1250 metros.

Tras diez de viaje, Palmira no defrauda en absoluto, como sucede con otros lugares que despiertan mucha expectación en el viajero. Sus ruinas son tan sugerentes como el recuerdo de su reina. El padre de Zenobia era un mercader beduino pero según un historiador romano, ella decía ser descendiente de otra gran reina, Cleopatra. Como ella, desafió al Imperio Romano. Como ella, fracasó. Tras acuñar moneda como ‘La Augusta’ y ocupar Alejandría, el mismísimo emperador Aureliano tuvo que sitiar Palmira para hacerla prisionera. Tenía 30 años. Una fascinante historia de una mujer que quiso dominar el mundo.

Su ciudad fue magnífica. El Templo de Bal, el equivalente al Júpiter romano, es uno de los más grandes del Mediterráneo oriental. En el centro, el santuario con sus paredes y espacios similares a capillas esculpidos con bellísimos motivos religiosos, vegetales y los símbolos del horóscopo. Fuera del reciento cerrado del templo, es un placer pasear por lo que fueron las calles de Palmira. Se suceden restos que de manera individual justificarían la visita a una ciudad europea: los baños con increíbles columnas de granito procedentes de Egipto; el tetrapilo, el cruce del cardo y el decumano, las dos avenidas principales; el ágora, que hacía las veces de mercado y de lugar de reunión de los consejos municipales, con sus once puertas;  el teatro, el campamento de Diocleciano…  Más lejos, las tumbas torre. En el siglo I antes de Cristo, las gentes de Palmira comenzaron a disponer a sus muertos en sentido vertical, con una estatua del fallecido. Como hoy en nuestros cementerios con las lápidas donde se coloca una foto. También hay tumbas subterráneas y mausoleos. Todos ricamente decorados, con relieves, frescos, estatuas de toda una familia. Hasta el museo vale la pena. Aquí están las cabezas de las estatuas mortuorias que se cayeron o hicieron caer a propósito, la maqueta de la ciudad, las momias de las tumbas torres y los tejidos en las que iban envueltas. Apena tener que abandonar este impresionante vestigio del pasado.

Con esa extraña sensación de nostalgia por tiempos remotos que nunca conociste, vuelta abrupta a la realidad: parada en el Bagdad Café. El dueño tiene 30 años pero aparenta muchos más, quizás porque lo dice después de hablarnos de sus cuatro esposas. La última tiene 15 años. El negocio le va bien así que mientras pueda mantenerlas, no hay problemas. Además de tomar té, es posible comprar recuerdos. El mismo dueño invita a las occidentales de ojos claros a que se disfracen con túnicas, velos y falsos collares. ¿Qué pensaría de esto la orgullosa Zenobia?

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