La Laguna de las Momias: Paraíso en Chachapoyas

shachapuyu

La antigua cultura Shachapuyu construyó una de las más enigmáticas necrópolis en pleno corazón de la selva amazónica, en un lugar privilegiado para el descanso de sus antepasados: la Laguna de las Momias.

Por Maria del Carmen Valadés (Antropóloga peruanista)

En el Perú existe la leyenda de “Ciudad Perdida de los Incas”, la mítica Vilcabamba, que iba buscando Hiram Bingham, cuando le llevaron al no menos misterioso Machu Picchu. También perdura el mito de la “Ciudad de Oro” del Paititi, escondida en la selva, guardando todos los tesoros de los Incas. Pero existen aun muchas “ciudades perdidas” tanto dentro del mito como en la realidad. Innumerables recintos arqueológicos, ciudades, templos ó necrópolis desde épocas anteriores a los Incas se esconden aún en la espesura de la selva amazónica, durmiendo el sueño de los elegidos, viviendo más allá del tiempo.

Uno de estos lugares “elegidos” ó sagrados de los antiguos pobladores del Perú está en la actual región de Chachapoyas. En la ceja de selva o selva alta, al norte del país, entre los ríos Marañón y Huallaga, afluentes del Amazonas, en la cuenca del río Uctubamba, se desarrolló la cultura de los Shachapuyus, anterior a los Incas, que tuvo su esplendor alrededor del año 900 d.C., después de una historia de ocupación del territorio, que se remonta 6.000 años atrás. (Shacha=monte ó selva; puyu=nubes. De aquí deriva el vocablo español dado a la región en la época de la Conquista).

Este gran territorio está repleto de ciudades construídas en piedra, muchas de ellas monumentales, como Kuelap, con más de 400 viviendas circulares, en la cima de una gran montaña, a 3.000 m.s.n.m. sobre una base a dos niveles, rodeados por dos murallas, de entre 12 y 20 metros de alto cada una. También hay recintos de hasta 600 viviendas, con una construcción muy elaborada, que hace pensar en el avance tecnológico de esta cultura. Pero si impresionantes son las ciudades, que apenas se divisan si no se conoce perfectamente la ruta entre la selva, más desconcertantes, para el explorador que consigue llegar a sus enclaves, son las enigmáticas necrópolis de esta antigua cultura, ubicadas en los verticales farallones de las montañas, normalmente sobre un lago o un río.

Un ejemplo de estos enterramientos que no deja de asombrar, es el de Karajía, en una pared vertical de más de 160 metros de altura, en medio de la cual están depositados 6 grandes sarcófagos cuyos rostros parecen escudriñar el infinito. Llegando a la base de la pared, sólo se pueden observar desde lejos, no conociéndose aún la manera en que fueron transportados hasta allí, así como las momias que éstos contienen, intactas hasta hoy, con sus ajuares.

Pero uno de los más asombrosos y desconcertantes descubrimientos ocurrió en 1.997, en un lugar completamente aislado en el interior de la selva, a dos días desde el poblado de Leimebamba. Se trata de la Laguna de los Cóndores, conocida como “Laguna de Las Momias”, una necrópolis enclavada en un abrigo rocoso de la ladera de una montaña frente a una gran laguna. La historia de este descubrimiento y la aventura que supone llegar hasta él, merece un breve, pero apasionado relato.

La selva que rodea esta necrópolis es virgen en su mayoría, pero cerca de la zona se internan los ganaderos a desbrozar para conseguir pasto para las vacas. Un día uno de estos vaqueros observó (como anécdota diremos que pudo estar contemplando detenidamente el paisaje gracias a encontrarse ocupado en menesteres personales), desde la orilla de una gran laguna, en la pared rocosa de una montaña, que está al otro lado del lago (en opinión de muchos –y que suscribimos- uno de los más bellos del Perú), ciertas pinturas y oquedades. Tras una trabajosa subida, descubrieron un conjunto de siete casas funerarias ó chullpas, que contenían probablemente más de 300 momias, perfectamente conservadas con su ajuar funerario, de los antiguos Shachapuyus. Lamentablemente, debido a su ignorancia y avaricia, destrozaron muchas de ellas saqueándolas, y otras las arrojaron al lago, como parte de un macabro juego. Lamentablemente también, este ajuar comenzó a circular en ventas clandestinas, y tras una historia rocambolesca de envidias y celos, la noticia llegó a las autoridades. Los arqueólogos tomaron cartas en el asunto y rescataron el material restante, que continúa siendo grandioso: unas 250 momias, cerámicas, mates burilados, báculos de madera tallada, quipus de colores incas (entre ellos, uno de los más grandes encontrados) momias de felinos, mantas decoradas, etc. Todo ello se ha conservado intacto, gracias al microclima del abrigo rocoso, ubicado tras una caída de agua, que a modo de cortina, lo aísla de la humedad de la selva, creando un ambiente completamente seco. La ocupación de este refugio data de hace 1.000 años, aunque posteriormente se fueron añadiendo objetos funerarios, de influencia Inca, Chimú y de Cajamarca.

Después de escuchar la historia y relatos del lugar de este descubrimiento, no me podía resistir a partir hacia este paradisíaco lugar; si bien el material arqueológico hoy se conserva en un museo hecho en Leimebamba, al explorador lo que le apasiona es vivir y revivir el pasado in situ. Aun más, cuando te enteras de que hasta hoy no había entrado allí nadie procedente de tu mismo país, sientes una fuerza incontrolable de ir. Partí de Lima en un largo viaje hacia el norte, pasando del desierto, hasta alturas superiores a 4.000 m.s.n.m. en los Andes, para cruzar el alto Marañón, donde comienza el entorno de ceja de selva. Tras 4 días de viajes, a veces de día y otras de noche, el punto de llegada y en este caso, de nueva partida, era Leimebamba. Un pueblo muy pequeño, habitado por agricultores y vaqueros, cuya ascendencia cultural es shachapuyu. Casualmente me encontré allí con el párroco que es paisano, de Mérida, y pudimos disfrutar de una cena casera (jamón extremeño incluido) y de un contacto muy familiar con las personas que me podían ayudar a emprender el “largo y tortuoso” camino de expedición a la Laguna de las Momias.

En Leimebamba, como en todas las poblaciones rurales del Perú, no hay prisas, no se puede mandar en el tiempo ni en el clima. Lo mejor es sentarse en la plaza, a esperar que sucedan las cosas, mientras conversas con los niños, intercambiando palabras insólitas, o con los ancianos, escuchando sus antiguos relatos en esas noches de luz natural, sin artificios eléctricos de eso que llamamos “civilización”. Y tras la espera, apareció la persona que conocía la ruta, un vaquero que, por suerte para mí, también era un maestro en la pesca y la cocina. Esa noche compramos los víveres esenciales y buscó los “mulares” para partir al día siguiente.

No salía aun el sol cuando ya estábamos cabalgando por los empedrados y empinados caminos que parten del pueblo, sorteando rebaños de cabras y vacas cebúes, no muy sumisas. Pasadas las chacras ó terrenos de cultivo, la montaña va adquiriendo el espesor propio de la selva, y en el suelo alternan piedras resbalosas y barro negro, que constituye un peligro para los caballos. La jornada, que comenzó plácida, se fue tornando más dura, hasta llegar a unos inmensos páramos, a unos 4.000 metros de altura. Pero mi acompañante, como dice aquella sonada andina “coqueando y coqueando, lo va pasando…”, iba bien provisto de la medicinal y vigorizante hoja de coca, que por supuesto, compartimos. Más adelante la selva va cerrándose, pero aun se van encontrando manadas de caballos asilvestrados, cuyas hembras hacían peligrar el raudo caminar de nuestras monturas. Varias paradas de descanso y alimentos (arroz con arroz) te reponen como nunca imaginamos en la ciudad. Ya tras la interminable subida, llegaba, por fin, la ansiada bajada a la selva.

Como no se manda en el clima, por más súplicas que nosotros, ignorantes occidentales, hagamos a Yllapa, dios del rayo, llueve cuando menos te lo esperas, y en la selva, llueve… La bajada se puso, como allí dicen “de color de hormiga”. El barro resbalaba a las monturas y a los descabalgados a la fuerza. Tras más de 16 horas de imparable caminar, la trocha se convierte en tierras movedizas que te absorben el largo de una pierna. Pero eso no importa, la meta estaba cerca, y tu mente consigue hacerte creer que ya no sientes ni padeces, que tu cuerpo no se encuentra totalmente empapado y caminamos aun sin luz, guiados ya sólo por la necesidad de llegar a refugio. A una jornada antes de la Laguna, lo encontramos: un tambo, una cabaña de barro, que sirve a los vaqueros para dormir y cocinar. Allí se encontraba pasando la noche un matrimonio de inigualable valentía: ella, embarazada de siete meses, esperando a dar a luz por sus propios medios, mientras trabajaba de sol a sol con los animales, cocina y transporte de agua; él, con una mano inutilizada por un comienzo de necrosis, tras un corte que le sesgó todos los tendones con su machete. Después de una cura de urgencia, que él remedó con plantas locales, y una deliciosa cena de arroz, el sueño apenas conciliado no podía ser otro que cabalgar y cabalgar por las nubes, hacia la Laguna.

Por fin estábamos a punto de llegar a la necrópolis. Caminando hasta la laguna, allí se veía, al otro lado, en su altura mirando hacia el agua, como el trono merecido a tales señores, antepasados de estos dos héroes shachapuyus. Hubo que rodear la laguna por más terrenos de barro movedizo, hasta llegar a la base de la pared rocosa. Trepando por piedras, vegetación y hasta cascadas de agua, al fin en la oquedad de la pared, el paisaje se torna esplendoroso: los mil tonos verdes de la selva cerrada, bajo el gris de las nubes y sobre el azul-verde turquesa cambiante de la laguna. Esta es la visión privilegiada que para la eternidad le habían reservado los shachapuyus a sus difuntos, o mejor, a sus mayores, que continúan viviendo, en el Uku Paccha, el mundo de lo oculto. Cuatro de las chullpas están decoradas con pinturas rojas, blancas y amarillas, así como con relieves en zigzag, símbolo preferente de esta cultura, que representa a la serpiente ó machacuay, venerada por los antiguos shachapuyus. Estas chullpas, de dos pisos, tienen ventanas, para que los mallquis (momias) pudieran ver el sol entrando por ellas al amanecer (están orientadas al este, como es común en esta cultura), pero no puertas, ya que está claro que no abandonan su perpetua residencia. También hay un balcón, donde se encontraba una hilera de momias vigilantes.

Aun remanecen allí algunas momias, intactas, así como cráneos incrustados en la construcción o en la roca, las ataduras de cuero y vigas de madera de las techumbres sin ningún deterioro. Uno de estos cráneos, situado en la primera de las chullpas, mira desafiante al intruso que llega, como anunciando un lugar sagrado, de reposo eterno. En las paredes de la roca, observamos enigmáticas pinturas de tinte vegetal rojo, sacado de la semilla del achiote, que representan personas estilizadas, espirales y figuras indescifrables. Las momias sufrieron un proceso natural de conservación, manteniendo hasta hoy dientes, cabellos, piel y mantos mortuorios. Los arqueólogos tuvieron un duro trabajo aquí, bajándolas una a una, atravesando la laguna en balsas que construyeron y transportándolas con sumo cuidado sobre los mulares hasta Leimebamba.

Tras permanecer allí todo el tiempo aprovechable de luz, la bajada fue nostálgica, al dejar ese paraíso silencioso, que irradia eternidad. Pero para aplacar el desasosiego físico, nos vinieron muy bien unas truchas pescadas en la laguna, que en la noche comimos a modo de cebiche: crudas con unas gotas de limón. Y tras conseguir una promesa en firme por parte del vaquero, de ir a Leimebamba a curar su herida (que seguramente olvidaría, confiado en su medicina natural), emprendimos el retorno, acompañados de tres amables tormentas que no nos abandonaron ni un minuto en nuestro caminar.

Al día siguiente de la llegada a Leimebamba, pudimos observar todo el material arqueológico que hoy se conserva en el Centro Mallqui, un Museo especialmente creado en 2.000 para exhibir todo el material encontrado. Este museo fue creado gracias al empeño de una de las mejores especialistas en momias, la arqueóloga Sonia Guillen, que ha trabajado duramente allí y al inigualable tesón del párroco, que movilizó a todo el pueblo para su construcción, basándose en la vieja tradición inca de la minga ó intercambio de mano de obra en los trabajos de una comunidad, que además vieron recompensados con varias ayudas financieras del exterior, conseguidos por ellos mismos, y del Instituto Nacional de Cultura del Perú.

El conocimiento de esta cultura y de toda la región en general se está logrando gracias a la citada arqueóloga y al no menos apasionado antropólogo alemán Peter Lerche, que hace ya muchos años pisó estas montañas y quedó prendado de su entorno e historia, afincándose en uno de estos montes nubosos, desde donde incansablemente emprende exploraciones en busca de las innumerables “ciudades perdidas” que esconde aun la selva del Perú.

Aunque la expedición es dura, es recomendable a todo aventurero que quiera conocer algo más que el pasado Inca del Perú; la selva en toda su magnitud y los restos de una de las culturas más enigmáticas y valerosas de la época pre-inca, que consideró que el entorno selvático no tenía por qué ser un obstáculo para la vida humana, aun más, que pudo convertirse en el paraíso de los que buscaban sosiego en su existencia y para la eternidad.

CÓMO IR:

Desde Lima hay que viajar tomando varios autobuses y vehículos 4×4 hasta llegar a Leimebamba, para acabar el recorrido en caballo y por último, a pie hasta la Laguna. En nuestras RUTAS SANGAMA del Club Marco Polo, incluimos Expediciones hacia esta zona, dirigidas por antropólogos.

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