Reportajes Club Marco Polo 2009: Primer Premio

El primer premio fue para Mercedes Luzzy. A continuación os lo presentamos:

Tokyo

Si el reloj del Narita Expres que hemos cogido en el aeropuerto marca las 19’33, puedo bajar del tren con los ojos cerrados: estoy en Shinjuku.

Cuando llegamos a la estación sabíamos la puerta exacta por la que debíamos salir para llegar a nuestro hotel sin perdernos. Habíamos preparado muy bien nuestra llegada, pero no podía creer que fuera tan fácil. Pensé que quizá seguíamos un plan, pero no el nuestro, sino el que alguien había creado para nosotros, algo así como “el show de Truman”. En nuestro vagón éramos las dos únicas personas viajando desde el aeropuerto, pero no había duda, íbamos en la dirección correcta. Y al bajar, las indicaciones eran claras: salida sur, no hizo falta hablar entre nosotros. Al alcanzar la calle me di cuenta de que era ya muy de noche y que quizá nuestra suerte terminaba ahí, que nos salíamos del decorado si poníamos un pie en el exterior, ¡pero qué va!, justo en la puerta teníamos a nuestro primer guía en forma de ejecutivo de multinacional con su impecable traje oscuro de pantalón de pitillo y el teléfono de última generación pegado a la oreja, uno de esos “jóvenes aunque sobradamente preparados” que abundan por todo el país y que por supuesto, no hablan inglés. Eso, o que son muy tímidos. Tal como nos habíamos informado, en Japón no se habla inglés, al menos no se habla más inglés que el que se puede hablar en España. Vamos, que lo habla el que lo ha estudiado y lo chapurrean muchos, pero que no es ni de lejos un segundo idioma para ellos, como se tiende a pensar erróneamente. Nuestro chico no conocía el hotel (a pesar de tenerlo a 200 escasos metros), pero no dudó en llamar a una amiga, a la que estaba esperando, para preguntarle. Luego nos indicó como pudo que ella estaba a punto de llegar y cuando apareció nos condujeron hasta la esquina desde donde se veía el cartel luminoso del hotel que buscábamos. Por el camino, arrastrando nuestras enormes maletas entre la gente, a punto estuve de causar una catástrofe en un aparcamiento de bicicletas en la acera, pero rápidamente retrocedieron para ayudarme a colocarlas en su sitio. Me sentía abrumada por tanta perfección y esto no había hecho más que empezar.

Estábamos impacientes por enfrentarnos a esas imágenes impactantes de luces de neón, pantallas de video gigantes y anuncios por todas partes que nos hicieran vivir nuestra propia “Lost in traslation”. Pero no iba a ser esa primera noche. Apenas colocamos el equipaje en la habitación nos lanzamos a la calle y elegimos el camino opuesto al que habíamos recorrido al llegar, no sabíamos por donde empezar a callejear. Y cuanto más  caminábamos, más tranquilidad reinaba en la ciudad, más penumbra, menos tráfico, más silencio. Algo decepcionados decidimos regresar al hotel, al fin y al cabo el primer día no era el mejor para enfrentarse a la jungla de asfalto para la que nos habíamos preparado, pero nos preguntábamos ¿qué ciudad es esta?

Con el nuevo día descubrimos Tokio y nos descubrimos ante ella. Nada se parecía a lo que vimos la noche anterior y nada se parecía al mundo que conocíamos. El área por la que habíamos paseado pertenecía al barrio de Shinjuku, sí, pero era una zona exclusivamente de negocios, con rascacielos enormes de diseños  vanguardistas construidos en amplias calles que, por supuesto, de noche permanecen casi desiertas. El otro lado de la estación, en cambio, lo recorría la gente a todas horas, pero especialmente la noche le imprimía un ritmo frenético y un carácter absolutamente único que nos dejaba boquiabiertos, como si acabáramos de llegar de la aldea más remota, tal era nuestro asombro al contemplar los edificios parlantes ofreciendo con sus estridentes neones cualquier cosa imaginable o inimaginable. Era difícil asimilar a la velocidad con la que se sucedían todas las impresiones una tras otra. Y lo mejor de todo es que podía fotografiar lo que quisiera sin que nadie se molestase.

Nos hicimos adictos al tren, con nuestro Japan rail pass éramos los reyes del ferrocarril japonés. En seguida me contagié de sus siestas, más o menos largas dependiendo del trayecto. Yo tenía una teoría, y es que ellos utilizaban los auriculares (que allí han vuelto a usar de gran tamaño) para que una alarma les despertara al llegar a su parada, dada la extremada exactitud con que se cumplen los horarios. Y es que los japoneses sólo dejan de dormir en el tren para jugar con el móvil o comer la enorme variedad de productos preparados que se venden en los Seven eleven y que transportan en sus grandes bolsos a todas partes. Miento, sólo no, las chicas también aprovechan ese tiempo para maquillarse, no un pequeño retoque, no, quiero decir que empiezan con la crema de base y acaban con las pestañas postizas, como impone allí la moda ahora mismo. Pero eso es algo que también hacen en las cafeterías, y aparte de mi, nadie repara en ellas. Ya puedes poner a trabajar tu imaginación si quieres conseguir llamar la atención en Tokio, desde luego con el aspecto físico es imposible, quizá cruzando en rojo un semáforo… o cogiendo un ordenador portátil o un teléfono móvil que alguien se ha dejado en la mesa del Mc Donalds mientras va a buscar su hamburguesa al piso de abajo, aunque creo que ni siquiera se les ocurriría pensar que es para robarlo.  Son tolerantes hasta con los que incumplen las normas, al menos eso parece. Nunca vimos alterarse a nadie cuando estaba a punto de perder el tren por culpa de alguien que provocaba una cola a la entrada de una estación para informarse de algún destino (nosotros, por ejemplo). Y es que al final nunca se llega tarde, no hay retrasos, no hay caos circulatorio, las aglomeraciones de gente siempre fluyen, más o menos rápidamente. Y ellos lo saben. Y no se impacientan. Es como si todo estuviera estudiado, comprobado y demostrado. Como si estuvieran de vuelta de todo. Las máquinas expendedoras de la calle –y creedme, hay muchas máquinas, pero muchas, muchas-  funcionan siempre. Por rara que sea la bebida que te apetezca, la tienes a mano en cualquier esquina, y nunca falta de nada, ni deja de devolverte el cambio. Las de tabaco  sólo puedes activarlas si antes pasas tu DNI por un lector, deduje que para demostrar la mayoría de edad, así han resuelto el problema que plantea la prohibición de la venta a menores ¡¡¡!!!. Todo es perfecto en cuanto a puntualidad, organización, seguridad y limpieza se refiere. Y cuando digo perfecto, quiero decir perfecto. Todo está adecuado para las personas ciegas, las calles están marcadas con unos carriles especiales que se reconocen por el distinto relieve que indica dónde debes parar y por donde puedes seguir, los pasamanos de las escaleras en estaciones y otros edificios llevan grabado en braille la información que aparece escrita en los rótulos. En la calle hay zonas de fumador, rincones con grandes ceniceros, papeleras (que no hay en el resto de la ciudad) y un grupo de gente alrededor fumando, que no se mueve hasta que ha apagado su cigarrillo.

Quizá una ciudad como esta no inspira mucha poesía, pero ofrece datos, muchos datos y anécdotas interesantes. Contrariamente a lo que podía pensar antes de ir, no me agobió en absoluto, ni me resultó fría e impersonal, a pesar de su “locura cibernética”. Y en medio de toda esa modernidad, cuyas muestras no acabaría nunca de enumerar, siempre hubo alguien dispuesto a  indicarnos la línea de autobús que necesitábamos o acompañarnos hasta la misma puerta del Starbucks de Shibuya, aunque no hablaran inglés ni nosotros japonés. Me sorprendió Japón, pero sobre todo me sorprendieron los japoneses. Y es más, no me importaría nada que me siguieran sorprendiendo durante una temporadita allí, ya me encargaría yo de la improvisación.

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