Reportajes Club Marco Polo 2007: segundo premio

 

Presentamos el segundo premio de reportajes del pasado año 2007 que nos mandó José Luis Serrano

Bukhara

Bujara es un sueño. La tarde de mi llegada, a la impresión de la belleza del lugar se añadió que la temperatura a las cinco de la tarde debía rondar los 45 grados a la sombra. Lo malo es que no había sombra. Me temblaban las piernas y sentía que mi corazón palpitaba cada vez más despacio y que se me nublaba la vista. En mi cabeza tres palabras que resonaban como una letanía: «golpe de calor». Entré en una tabernilla en la que los cocineros cortaban los trozos de kebab de enormes rollos y el calor era aun más apabullante allí dentro. Un té caliente dicen que reconforta en estos casos, así que, tras cuatro tazas de té hirviente a menos de un metro de los ardientes rollos de carne, noté el frescor de los 45 grados al salir a la calle, y los disfruté.

Al día siguiente, antes de amanecer, me dirigí a la plaza de Poy Kalon. Allí, sentado en los escalones de la medersa delante de la mezquita estaba Tõlquin, un hombre de mi edad, con bigote y cara afable. Tenía los ojos empañados en lágrimas, me sonrió y me indicó que me sentara a su lado. Por uno de esos milagros que sólo suceden al viajero que madruga, pese a que Tõlquin sólo hablaba uzbeco, conseguíamos entendernos a la perfección. Tõlquin nació en Bujara, pasó aquí su infancia pero luego había marchado a trabajar a Tashkent. Ahora volvía, por primera vez en veinte años. Me acompañó a dar un paseo y me enseñó las zonas preferidas por el turista: las medersas gemelas de Ulugh Beg (el astrónomo, matemático y poeta nieto de Tamerlán) con una inscripción en la portada en la que usa un sorprendete estilo moderno: «Aspirar al conocimiento es el deber de cada musulmán y musulmana», y la de Abdul Aziz Khan, bellamente decoradas ambas de cerámicas blanquiazuladas, la propia plaza de Poy Kalon, con la mezquita y la medersa de Mir-I-Arab, y sus cúpulas gemelas de color agua marina en la que la vista descansa como ante la contemplación de un mar sereno, o el minarete Kalon, único monumento que sobrevivió a las hordas de Gengis Khan, que se eleva magnífico sobre la ciudad. Finalmente, los mercados cubiertos y la Plaza Liab-i-Khauz, con el caravansaray cuya belleza hizo que el khan lo confundiera con una medersa, quedando para siempre convertido en tal para no hacerle caer en su error, o el albergue para peregrinos sufíes. Junto al estanque se encuentra la estatua de Nerudin, personaje que imagino equivalente a nuestro Sancho Panza, de afilada inteligencia, modestia y humor campechano.

Aún quedaba Bujara para rato, pero algo alejada: el mausoleo de IsmailSamani, la Mezquita Bolo Khaouz o la tumba del Santo Job. Pero insinué a mi amigo que quería ver la Bujara que él conocía, la que le hacía llorar de la forma en la que estaba cuando le encontré. Entonces Tõlquin sonrió y comenzó la verdadera visita: me hizo apoyar el oído sobre una pared de la medersa de Mir-I-Arab para oír los cantos que los estudiantes entonan a la salida del sol, y me animó a contemplar los pequeños trocitos de piedra verde incrustados en las paredes de adobe que, al amanecer, convierten un anodino lienzo de color barro de la Mezquita Kalon en un arroyuelo de esmeraldas, las callejuelas que se pierden tras el minarete de Kalon, las sombras que los árboles de la plaza de Liab-i-Khauz extienden sobre el estanque que me había parecido putrefacto la tarde anterior y que ahora brillaba de un azul portentoso, los pescadores (¿de qué?, me pregunto) sentados en los escalones y los muchachillos que arrastran los carros con el pan, la luz tamizada que entra desde lo alto de las cúpulas en los mercados cubiertos e ilumina la tumba de algún santo que una vieja limpia de rodillas, mientras se lleva las manos a la cara a cada minuto en señal de adoración (luego descubro que esa tumba casi desaparece cuando se instalan los vendedores de recuerdos made in China). Le agradezco profundamente esta segunda parte de la visita, la visión secreta sobre su propia ciudad de un hombre que fue niño en Bujara.

Tolquin se despide de mí con la mano en el corazón y una inclinación de cabeza, con ese precioso gesto de los hombres uzbecos que me emociona sobremanera. Hago lo propio y presiento que ninguno miente. Le digo que ha tenido mucha suerte de nacer aquí, que hay pocas ciudades tan bellas. Me sonríe tristemente y le veo perderse entre el dédalo de callejuelas que se dirigen hacia el Tchor Minor, el exquisito monumento de cuatro minaretes algo alejado del circuito habitual, quizá buscando al chaval que fue algún día, jugando a arrastrar carritos de madera por las calles polvorientas de Bujara.

A veces pienso que Tõlquin no es más que el fantasma de Nerudin, y me acerco a su estatua para ver si encuentro en sus ojos el reflejo de las piedras verdes que los empañaban cuando le conocí.

 

Que Alá, el grande y misericordioso, tenga piedad de él.

 

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